El ojo de King Kong

28 diciembre 2005

Mucho después del año 33, King Kong siguió durmiendo cada noche en Central Park. Mi padre dijo que no había muerto al caer de ningún rascacielos, él mismo lo había visto una noche en el estanque, sentado entre los lirios de agua. Según él, a partir de cierta hora, no era extraño toparse con King Kong en algún solitario callejón de Manhattan, rebuscando en la basura.

Vivíamos en el East Side, más allá de Broadway con la 92, y mi padre decía que, en verano, Kong dormía sobre aquellas negras azoteas, a salvo de todas las miradas.

Todos los años, en Navidad, era King Kong quien me dejaba los regalos. Ni Santa Claus ni elfos que bajaban de trineos. King Kong me dejaba un calcetín enorme lleno de caramelos, a veces se le caía algún largo pelo y yo lo guardaba con tesón. Muchas noches presentía su gran ojo de gorila en mi ventana; el viejo Kong esperaba a que me durmiera.

A menudo se escuchaban largos alaridos que cruzaban la ciudad. “Es el rey Kong – decía mi padre – Está persiguiendo a los ladrones”. Y yo me dormía confiado, pensando que el gran Kong nos protegía.

King Kong you know the name of – decía la canción - King Kong you know the fame of / King Kong ten times as big as a man”.


King Kong era un mono nocturno, un gorila de veinte pies que remoloneaba entre chimeneas gigantescas y se bañaba en el Hudson. Tiempo después de empezar la guerra, me pareció ver su silueta sobre el edificio Chrysler, oteando los cielos en busca de bombarderos alemanes.

"King Kong son los padres" - me dijo una tarde el idiota de Jim en la tienda de comestibles. Le solté un croché que le partió los dos labios y le tumbó en el suelo de la tienda. Durante una semana me sentí fatal, mi madre me dijo que no debía pegar a los chicos, y menos a aquel niño irlandés, a cuyo hermano habían matado los alemanes en Europa.