Una sombra en el espejo

21 mayo 2004

Los ojos de Don Antonio desconfían, miran al fotógrafo intensamente, como preguntándose por sus secretas intenciones. A pesar de todo, el gesto de sus manos, apoyadas sobre el mango del paraguas, expresan cierta resignación, que sea lo que Dios quiera, parece decir, e incluso se intuye cierta impaciencia, acabe ya, caballero, venga esa foto, que no tenemos toda la mañana.


La imagen, obra del fotógrafo Alfonso, es quizá la estampa más conocida del poeta. Antonio Machado aparece en ella un poco desubicado, con el sombrero y el abrigo puestos, puede que a punto de salir o recién llegado al café donde está sentado, el café de las Salesas. Sobre la mesa, frente a él, se acumulan las copas vacías, casi una decena, y si no fuera por la sobriedad del rostro, habría quien pudiera pensar que don Antonio se las ha bebido todas. Sus ojos parecen los de un ratoncillo de campo, los de un ratoncillo viejo y listo que nos mira como si supiera, y callara, algo muy grave de nosotros.

Por el espejo sabemos que es día 8, ignoramos de qué mes. Las hemerotecas nos dicen que es 8 de diciembre, año 1933, y que la fotografía, la que estamos habituados a ver, no es más que una mutilación de la original. En la auténtica, a la derecha de don Antonio, aparece la periodista Rosario del Olmo, sonriente y con la mirada un poco perdida. Llama la atención el traje, tan masculino. Por lo visto, la fotografía sirvió para ilustrar la entrevista «Al comenzar el año 1934. Deberes del arte en el momento actual», a cargo de tan enigmática periodista. En esta nueva foto, ya completa, la mesa se vacía un poco, y vemos que muchas de las copas solo contienen agua. También aparece, al fondo, un hermoso teléfono negro, y se distinguen las luces que penden del techo del café, la atmósfera neblinosa por el humo.

Sobre esta fotografía ha escrito Francisco Umbral: "Hay que ver a Machado, en el café de las Salesas, con el sombrero puesto, su atroz sombrero de piedra, sólo, haciendo versos mentalmente y contando las sílabas por los dedos".

Es verdad que el sombrero es hosco y, tan fuera de contexto, que se diría que don Antonio se ha traído un trozo de la tierra soriana sobre la cabeza.


El sombrero es alto, apergaminado, y bajo él cabe un mundo. Uno se imagina los octosílabos creciendo como musgo en sus paredes, envolviendo la cabeza del poeta. Puede que, bajo el sombrero, se oculte la luz del cielo de Castilla, incluso que llueva, hasta puede que pasen, por allí dentro, el Duero y el Guadalquivir, a refrescarle las ideas.

Pero el enigma en esta fotografía, que lo tiene, es el camarero de gesto congelado que aparece al fondo. Bajo el inmutable 8, sobre el espejo, ha quedado retratada su figura para siempre, con aires de museo de cera. Es un hombre demasiado quieto, casi irreal, tal vez una estatua de café.

Debe de andar por la edad de don Antonio, quizá más, el pelo pulcramente repeinado, pajarita, pañuelo... Parece estar esperando a que terminen de hacer la fotografía para limpiar la mesa, - ahora lo entendemos - todas esas copas sin recoger.

Nos inquieta su presencia por inesperada. ¿Quién será ese señor que ha quedado para siempre junto al poeta? ¿Qué habrán hablado hace un minuto entre ellos dos? ¿Habrá pedido don Antonio una gaseosa, tal vez un mosto? A la izquierda de la fotografía aparece su brazo, sujetando sutilmente un paño blanco, y su imagen se completa como un puzzle.

El camarero tiene toda la cara de llamarse Braulio, sería fácil para un periodista avezado investigar en los archivos municipales, descubrir su identidad: don Braulio Gómez Cabanillas, nacido en 1875, natural de Navalmoral de la Mata. Alicia, su nieta, de 86 años, nos enseña en su casa de Loeches la fotografía que, durante años, ha guardado celosamente la familia.

Puede, incluso, que nuestra investigación nos llevara ante las puertas de un misterio: en 1933 - nos diría el archivero - don Braulio llevaba dos años muerto. Y esa presencia de la foto, como alguno nos temíamos desde el principio, sería la de un camarero expectante desde el más allá, presto a servir la última copa.

El que suscribe, que es periodista, sí, pero tal vez no tan avezado, anduvo buscando durante meses el llamado café de las Salesas, en los alrededores de la plaza del mismo nombre. A veces mostraba a los lugareños la fotografía de don Antonio, haciendo muchas preguntas, como esos detectives de las películas, que se recorren Harlem en busca de una rubia. A los más viejos del lugar les sonaba un viejo café, en la confluencia de Bárbara de Braganza con Conde de Xiquena, pero no podían asegurarme nada. Incluso los expertos en la obra de Alfonso no supieron darme respuesta.

Los del gremio, otros camareros, podían relatarte la guía completa del convento de las Salesas, de muchos siglos atrás, pero no había rastro de una historia de apenas 70 años antes. El mundo le había pasado por encima a aquel café, lo había sepultado en el olvido como habría hecho con el pobre Braulio, de no haberse cruzado con él, aquella mañana, la casualidad, don Antonio y don Alfonso.

Sucede, a veces, que los simples mortales nos cruzamos por el fondo de una de esas grandes fotografías, aunque lo más que quede de nosotros, sea una sombra en el espejo.

(¿Continuará?)

© 2004 Antonio Martínez