En el país de los poneys

16 noviembre 2004


Cuando cuento que vivo en Usera y que junto a mi casa hay un prado verde lleno de poneys, no hay mucha gente que me crea. Llego de trabajar por la tarde y le digo a mi chica: ahora vengo, cari, que me bajo a ver a los poneys. Y ella se pone un poco celosa, pero me deja porque sabe que estoy en la edad de desfogarme, y que el médico me ha recomendado largos paseos.

Son alrededor de siete u ocho, de varios colores, dispersos a lo largo de un campo verdísimo. A veces me parece un paisaje irreal, y me creo que estoy en Connecticut, o en el país de los teletubbies, pero sigo andando como si tal cosa. Los que pacen sueltos parecen felices, pero hay dos o tres que están atados a un árbol y se pasan la vida rumiando su rencor. Cuando se acaban la hierba alrededor del árbol se vuelven medio locos, y dan vueltas sin sentido, con los ojos inyectados en sangre. Yo he pensado en escribir un relato sobre poneys que comen carne humana, pero mi chica me dice que es demasiado cruel, y se empeña en que siga con la poesía decadente, que es lo que a ella le pone.

Cerca de donde pacen los poneys, hay también los restos de un Tiovivo, y de un Gusano Loco, atracción muy celebrada en mi época. Es de los mismos gitanos que tenían el espectáculo de "Caballitos poneys", y que ahora se pasan las noches alrededor de una hoguera, sentados en viejos sillones y tomando coñac.

Mi chica es muy celosa y sospecha que ando detrás de una de esas gitanas, con ese pelo rubio entristecido. La pobre no sabe que yo, cada tarde, nos imagino a los dos, robando un poney, a galope tendido, perseguidos por una turba de gitanos. En mi sueño el poney se llama Furia, y nosotros escapamos de Usera, hacia otros barrios. El caballo vive feliz, con nosotros, y yo dejo la medicación.