
El pequeño Robinson tiene los ojos saltones, no digamos las patas, se levanta del parqué y a uno le entra como susto, a punto de contemplar la puesta en órbita del primer afroamericano en zapatillas.
Robinson agarra la pelota, canturrea la canción de los enanitos y hace del suelo una pura nostalgia; adiós amigos, adiós, viviré allá arriba, entre las aves migratorias, sin miedo a los efectos de la gripe del pollo.
El gran momento de la noche llega cuando Robinson, en un alarde de enano crecido y vacilón, saca a la cancha al mismísimo Spud Webb, el mítico prodigio al que alguien elevaba aquella noche del 86 con finísimos cables, y lo coloca en posición de “aguarda que te paso el escroto por la calva”.
Y allí los tienen, Robinson y Spud sobre la arena del Toyota Center, con pinta de haberse escapado de la cuadrilla del bombero-torero, cuando el de los Knicks pone las luces de despegue y lo pasa por encima como en aquella escena de Con la muerte en los talones.
Yo no soy Cary Grant, y son las tres de la mañana, pero juro que me he echado al suelo, y ahora estoy llorando.
Link: Robinson de los cielos