Hospital del desamor

25 febrero 2006


En Munich (Alemania) acaban de abrir un hospital “para corazones rotos”, una clínica pensada para atender adolescentes abandonados y dispuestos a cometer una locura. Un equipo de avezados médicos combatirá los terribles síntomas del desamor; las taquicardias, la pérdida de apetito, los deseos de cantar canciones de Silvio Rodríguez o las ganas de arrojarse desde un puente.

Uno imagina una legión de doctores armados de agujas hipodérmicas, poderosas tenazas para extirpar las ganas de morir y una gran máquina Singer con la que coser nuestras entrañas. Es posible que en el frontispicio de la clínica rece aquella máxima audeniana: “Muchos han vivido sin amor, pero ninguno sin agua”, ignorando que contra el desamor –única lección útil que nos enseñaron los poetas – nada pueden los antibióticos.

Ni una doble dosis de Tamiflu puede con ello.

“Todo lo consumado en el amor – decía Ángel González - no será nunca gesta de gusanos”. El desamor, como el sarampión, hay que pasarlo en la cama, sudarlo, llevar un estricto control de los desamores en una cartilla, como aquélla de las vacunas.

“Amé a una muchacha de vidrio – decía Gonzalo Rojas - transparente y bestial este verano… decía que el mundo le importaba una flauta” ¿Qué puede hacer contra esto la moderna Medicina? ¿Qué puede hacer el paracetamol por el viejo Pombo, aquél que encontró escrito en el vientre de su amada : “hasta aquí llegó Jacinto el día de Año Viejo”?

Parafraseando a Girondo, el desamor “arranca los botones de los botines, se alimenta de encelo y de ensalada”, deja una huella indeleble en el rostro, como las marcas de la viruela. Al desamor hay que llegar por un camino propio, sin anestesia ni miramientos, como se pierden los dientes de leche. Para sacar, como hizo Rojas, nuestras propias y escalofriantes conclusiones: ¿Sabe doctor? – habría preguntado el viejo poeta –"Puestas al fuego todas las mujeres son pelirrojas".