
El prínsipe José Luis solo tenía un amigo sinsero, el joven Sacarías, hijo de uno de los sirvientes de su padre. Ambos tenían la misma edad, y desde su más tierna infansia habían compartido juego y caserías.
Muchas tardes, al terminar la dura jornada palasiega, el prínsipe llamaba a Sacarías y ambos jugaban a la brisca o al sinquillo, comían un poco de sesina o se sampaban unas sanahorias.
Pero con los años, al no tener obligasiones, el prínsipe se había convertido en un insoportable tirano. Eran conosidos sus caprichos y sus insospechados deseos entre los sirvientes. A veses pedía cosas asombrosas, un día hiso traer una dosena de rinoserontes solo para darse el plaser de abatirles asaeteando sus posaderas.
- Tengo tanto hambre que me comería un siervo – dijo cuando hubo terminado la matansa.
Y ese día, al sentarse a la mesa, encontró la cabesa de Sacarías en un sestillo.
Antonio Martínez Ron (Algunos cuentos casi infantiles) © 2006