Enemigo a las puertas

11 mayo 2006


Al asesino de las campanadas, como al del dicho, le han pillado finalmente por matar un perro, aunque es improbable que le acaben llamando mataperros teniendo en su haber, como tiene, la vida de un joven rumano al que le dio por asomarse a la ventana. El asesino de las campanadas aprovechó el revuelo de la Nochevieja para meterle una bala en el corazón al primer incauto ventanero, igual que se cargó al perro que ladraba demasiado.

Hay ocasiones en que el enemigo no espera a las puertas de Stalingrado sino en una plaza de Carabanchel, y allí mismo te descerraja un tiro cobarde y abusón, sin tiempo para terminarte las uvas.

La historia ocupa hoy un breve espacio entre las páginas de Madrid, se ve que para pasar a Nacional hay que liarse a tiros con los árboles del Paseo del Prado.

No hay heroicidad en el francotirador, pese a lo que diga el cine, solo es un tío mierda que espera agazapado, con algo de distancia y todo el tiempo del mundo para cortar el rollo de las Parcas. Los que acechaban a los paseantes de la vieja Sarajevo, los tiradores gringos que aguardan en la oscuridad de la frontera o el mismísimo francotirador de Washington… todos pequeños demonios de la espera.

Cualquier barrio que se precie tiene su francotirador. El de mi barrio era un tipo desagradable, un niñato cuatro-ojos que pasó a la categoría de peligroso psicópata en el momento en que supimos que se dedicaba a disparar a la gente en plan Lee Harvey Oswald. Una tarde le metió un perdigón bajo el párpado al pequeño V., el chaval más feo de España, y, si no como a Kennedy, casi le deja como un remedo de Trueba.

Hace unas semanas, en plena farra discotequera y alucinógena, me topo con uno de aquellos amigos de la infancia, otro de esos fenómenos que ha parido mi calle para mayor gloria del mundo y que ahora luce ojos de prehomínido y una piñata como la del malo de Moonraker. Me pregunta, desvanecido por las copas, si me acuerdo de aquel cuatro-ojos cabrón, asesino de ancianas. Le digo que sí y entonces me confiesa que fueron él y otro amigo, que mataban las tardes perdigoneando al personal y que se lo pasaban teta metiendo plomo en el culo de los chavales. Por lo visto, me dice, una vecina miope del portal dijo haber visto cometer la fechoría al otro, al cabrón cuatro-ojos, y estaba dispuesta a ir a la Policía.

Estoy a punto de atragantarme con el cubata cuando me explica que el pobre cuatro-ojos tuvo que presentarse ante los padres de la víctima del disparo en la cara y pedirles perdón. Les pidió perdón, aún tragándose el sapo de no haber sido él, para evitar la cárcel (o el reformatorio) y ganarse la fama de inmortal-hijoputa-sin-parangón.

A Moonraker, mientras me lo cuenta, le brilla que te cagas la piñata. Yo me siento como Capote ante el asesino que confiesa, relataré su historia y Hollywood me abrirá sus puertas, tal vez también al cuatro-ojos redimido. “Éramos unos críos”- me dice Moonraker medio arrepentido. Yo apenas le escucho, sé que la gloria me espera, y ahora también sé, por el gesto de sus labios, que esta historia le sigue haciendo gracia…