El físico que murió tras manipular una bomba atómica

26 mayo 2016

bombaa1Recreación de la maniobra que costó la vida a Slotin (Los Alamos National Laboratory)

Situémonos en la tarde del 21 de mayo de 1946, en un laboratorio secreto a pocos kilómetros de Los Álamos, en Nuevo México. El físico canadiense Louis Slotin está a punto de hacer una demostración a sus colegas. Él es uno de los mayores expertos en el asunto, de hecho fue uno de los físicos que montaron la primera bomba, detonada en en el Trinity site apenas un año antes. Estamos en una época en que el montaje de este tipo de artefactos se hace de forma artesanal, pieza a pieza.

La maniobra que está a punto de hacer consiste en acercar una especie de tapa compactadora (tamper) hasta el núcleo de plutonio de la bomba hasta el punto crítico, una operación que los físicos conocen como "hacer cosquillas a la cola del dragón". La idea es acercar la tapa de berilio y parar justo antes de tocar el núcleo, de modo que los neutrones reboten y comience una pequeña reacción en cadena de la que los científicos pueden obtener datos. Uno de sus compañeros, Raemer Schreiber, recuerda se distrajo un momento y escuchó el ruido del destornillador que portaba Slotin al caerse. La tapa se le había escapado y contactó con el núcleo. Lo siguiente fue un fogonazo de luz azul y una ola de calor en la cara.

La escena duró unos segundos, pero todos supieron que algo muy malo acababa de suceder. Un instante después cundió el pánico y se procedió al desalojo de las instalaciones. Slotin fue trasladado al hospital donde sufrió durante varios días los efectos de las quemaduras internas provocadas por la radiación. Murió al noveno día a la edad de 35 años y se convirtió en la primera segunda persona muerta como consecuencia del montaje de una bomba atómica. Le enterraron en un ataúd del ejército especial para evitar que la radiación contaminara el terreno.

La historia está magníficamente contada en The New Yorker, donde encontraréis muchos más datos y fotos.

Enlace: The demon core and the strange death of Louis Slotin (The New Yorker) | Vía: @mezvan