Llamad a Charlie Chan

26 octubre 2004

Entrevistan a Zoé Valdés en El Cultural de esta semana y la periodista se sorprende de que, en su última novela, ésta escriba sobre China sin conocerla. "El viaje es un viaje interior" - contesta la escritora, y recuerda que Lezama Lima, por ejemplo, escribió sobre París o Florencia sin moverse del sillón de su casa.

La respuesta me trae a la memoria cierta anécdota de Borges que escuché no hace mucho tiempo: cuenta él mismo que un alumno le pidió su apoyo para que la universidad le concediera una beca. El chico pretendía escribir una novela ambientada en California y quería que le subvencionaran el viaje para documentarse. "Usted lo que quiere no es escribir, sino un viaje pagado" - le vino a decir el maestro, y a continuación le explicó que un buen escritor simplemente se sentaría a imaginar California, como es natural, porque en eso consiste la literatura.

Si fuera mi caso, me sentaría a imaginar cualquier otro lugar, California ya la dejó imaginada Gimferrer con "La muerte en Beverly Hills". "La noche tiene cálidas avenidas azules - decía - Sombras abrazan sombras en piscinas y bares." Una California nocturna, plagada de espectros, luces de neón y detectives chinos: "Debo de parecer un loco batiendo palmas solo // y cantando en alta voz en este cuarto de hotel" - gemía Gimferrer - "Cuando amanezca me encontrarán muerto y llamarán a Charlie Chan".

A Charlie Chan.

Épica del luchador manco

25 octubre 2004

Gracias a D., vuelvo a ver este fin de semana "El luchador manco", después de tantos años, y pienso que el propio señor Chan podría haber tenido una aparición estelar en la película. En el fondo, son personajes hechos de la misma materia, francos, directos, tan reales como salidos de un sueño. "Me gusta tu canario" - le dice un tipo a otro nada más empezar la película, y enseguida se llena la pantalla de mamporros, a qué esperar más, chinos que golpean a otros chinos con natural histerismo, sin piedad.

Hablo de viejas películas que no se andan con rodeos, que no tratan de convencernos de la trascendencia de la historia ni de la profundidad del director. Al luchador manco le matan al maestro, le arrancan el brazo de una hostia y se tiene que vengar. Así de fácil. En frente, dos luchadores tailandeses, un maestro de yoga, dos budas tibetanos que pegan hostiones como panes y un maestro feo, japonés y medio ninja que es como Juan Imedio pero con la barba sin cuidar.

El luchador manco (Jimmy Wang Yu) hace el pino con un solo dedo, se forja su propia mano a martillazos y es capaz de tumbar un chopo de un sopapo tonto. Pero te tiene dos horas en la butaca sin respirar.

Las peleas se suceden, los personajes se van encontrando y se lían a guantazos sin solución de continuidad. "¿Eres tú? Sí. Te voy a matar" Y ya se ha liado. El final: apoteósico. Plano largo del luchador manco, que le arranca la mano al chino feo de una tarascada y antes de que se te ocurra respirar, pensar que ahora se irá con la novia a tomar unas cañas, un sake y unas gambas con gabardina, aparece en la pantalla "The End" y suena esa música inquietante, como si hubieran soltado un mandril borracho sobre un colchón de alambres.

Hay quien juzga este género como "cutre", habla de series B y pedanterías por el estilo. Yo me acuerdo de "La serpiente, el borracho y el mono" y me dan escalofríos. No neguemos que toda esta gente - Bruce Lee, Drácula, Fumanchu - son auténtica gente seria, qué cojones, más que todos esos otros estirados tan de carne y hueso. ¡A la mierda los antihéroes y su mundo lleno de problemas! ¡Proclamemos la supremacía del cartón piedra! Porque al final va a ser eso, piénsenlo, que solo lo verdaderamente inverosímil resulte fascinante.

Dentro del muñeco

20 octubre 2004

Cuando me lo contó, le propuse a mi primo S. que escribiera un diario, con todas aquellas vivencias en el interior del muñeco. Sin embargo, a él no le hizo ni pizca de gracia. Cinecito era una mascota infame, tal vez la más ridícula de todas las creadas por el hombre, se suponía que era un pequeño y feliz proyector, ávido de animar a la gente a consumir cine español. A mi primo S. le pagaban por horas, una empresa de trabajo temporal, solo tenía que esperar en la puerta del cine, permanecer en el interior del traje, y dedicarse a trotar alegremente entre los espectadores.

Sin embargo, aquel fingido alborozo se convirtió en una especie de felicidad de pesadilla. Mi primo se sentía preso de una alegría ilusoria y fofa, superior a sus fuerzas. Se descubría a sí mismo sonriendo en la oscuridad, bajo el traje, como un esquizofrénico. La misma sonrisa hipócrita de Cinecito, como si aquellas miradas de desdén hubieran podido traspasar la tela.

La mayor parte del tiempo veía el mundo como a través de un túnel, sudaba y el traje se transformaba en una segunda piel de la que nunca se podría librar. Aunque en su vida había leído a Kafka, mi primo llegó a sentirse como un Gregorio Samsa contemporáneo y ridículo, agitando sus patitas de Cinecito en medio de la multitud.

Muchas tardes notaba que le tocaban el culo a través de las mallas. Una mano le agarraba la cacha sin miramientos, durante milésimas de segundo. Para cuando se daba la vuelta con el aparatoso traje, ya no había nadie. No muy lejos, le contemplaba el mismo grupo de niñatas retozonas, disimulando junto a la pared. Parecían encantadas de abusar de Cinecito.

Cuando la gente se moría

18 octubre 2004

La Muerte es un ultraje y como tal debe desaparecer. Se lo escucho a un eminente científico del Instituto Tecnológico de Massachussets, en el documental emitido el domingo por La 2 sobre la Criogenización. Por lo visto, y según un grupo de científicos que trabaja en ello desde hace años, la desaparición de la Muerte no es ningún disparate conceptual, sino un objetivo serio y más que probable.

El documental explica lo que sucede cuando contratas los servicios de la empresa ALCOR; lo primero que te dan esos tipos es una pulsera. Si mueres en cualquier lugar del mundo, los médicos sabrán lo que han de hacer, alguien llamará a un teléfono y en menos de 30 minutos se presentará un equipo frente a tu bonito cadáver, lo rellenarán de diversas sustancias y mantendrán artificialmente el riego sanguíneo hasta llevarte a sus instalaciones.

Una vez congelado, la cosa es sencilla; pasarás varios siglos en el interior de una cuba de acero inoxidable junto a los cadáveres de otros criogenizados. Tus compañeros muertos y tú seréis introducidos cabeza abajo en las cubas, pues en caso de que el nitrógeno líquido se saliera del tanque, éste comenzaría a vaciarse por los pies, salvaguardando el cerebro. Cerca de ti, en piletas más pequeñas, otros habrán escogido una opción más barata: decenas de cabezas criogenizadas, con la doble esperanza de revivir y encontrar el cuerpo decente que nunca tuvieron.

Algunos científicos consideran que la línea que separa la Vida de la Muerte, tal y como la conocemos hoy día, es movible: si hay personas que han podido ser reanimadas después de pasar cuarenta y cinco minutos muertas ¿dónde está el límite? ¿Es la muerte de las células el punto de no retorno? La nanotecnología podría permitir, en un futuro no muy lejano, revivir o clonar una a una las células dañadas de cada tejido del cuerpo. Un ejemplo asombroso: durante las operaciones de cerebro, hoy en día, basta con bajar la temperatura de éste alrededor de cuatro grados para que quede literalmente muerto. Te sacan tu propio cerebro muerto de la caja, lo arreglan y te lo devuelven dentro: basta un simple chispazo para devolverlo a la vida.

Y es aquí donde estos científicos concluyen lo que apuntan todas las evidencias: que el ser humano abrirá una puerta hasta ahora inesperada, un futuro en el que la Muerte no exista porque la hayamos barrido del mapa. ¿Se imaginan el día en que alguien proclame "Ya está, se acabó, desde hoy ya no nos morimos nadie"? La definitiva rebelión del hombre contra Dios.

Hay quien siente escalofríos al imaginarse solo, dentro de quinientos años, en una sociedad que ni comprende ni le interesa. Yo, en cambio, me estremezco al pensar en esa hipotética sociedad sin Muerte. En primer lugar, sería de esperar que la escasez de espacio y recursos obligaran a la tajante prohibición de los nacimientos. Nacer estaría mal visto, perseguido. O peor aún. Se establecería una casta de resucitados, enigmáticos tipos llegados hasta el presente desde pasados remotos, nadando en lujosas piscinas fosforescentes, con tiempo para pensar en cómo dominar a todos los demás. Serían sabios, poderosos, eternos, con capacidad para renovar sus viejos hígados por nuevas y recién clonadas vísceras. Su conocimiento del pasado les haría temibles ¿Un mundo de millonarios imperecederos y pobres esclavos reciclables? Pues tampoco sería un mundo tan distinto...

El hombre y el oso

10 octubre 2004

A ver cómo lo cuento. Uno de los múltiples y extraños trabajos de mi amigo R. consistió, concretamente, en contar osos. Tal cual. No piensen en nada peligroso ni exótico, él simplemente debía quedarse allí y contar los ositos de peluche.

Sucedió durante la campaña de Navidad de un conocido centro comercial. Por lo visto, hasta llegaron a darle un cursillo de preparación: "La cosa es fácil - le explicó el sagaz encargado - si en la estantería de arriba hay cinco osos y en la de abajo hay cuatro, sabremos que tenemos nueve osos".

Durante el par de semanas en que lo soportó, mi amigo contó una y otra vez los ositos de peluche, cada tarde, sin descanso. Ni siquiera tenía que colocarlos, para eso había otro tipo, más especializado, unas manos expertas.

Llegó a preguntarse cómo quedaría en su currículum aquella etapa de su vida: "Diciembre-enero de 1999, prácticas remuneradas como contador de osos". Hasta creyó encontrar un eco grandioso, mítico, en el nombre de aquella profesión. "El contador de osos"- se decía a sí mismo en voz baja. Y le parecía el título de una novela de Gogol, aunque él nunca hubiera leído a Gogol.

La gran idea

Todos conocemos a gente que desempeñado tareas ridículas en su vida. Tanteo a las chicas de mi trabajo y me hablan de un hermano empaquetador de mantequilla, un novio que se pasó dos años cortando sellos milimétricamente, para coleccionistas. Recuerdo, por ejemplo, a mi amigo J., que se ha ganado la vida hace bien poco pelando anchoas, y, según su hermano, llegó a tener cierto renombre entre los peladores de anchoas de Madrid.

A veces, de la idea más tonta o el oficio más disparatado surgen las grandes fortunas. Mis amigos y yo hemos pasado horas así, veranos enteros en busca de la gran idea para hacernos ricos. No hace mucho, mi amigo D. estaba convencido de que el gran negocio de nuestras vidas era montar una pequeña empresa para tapar los baches de las carreteras. Alquilaríamos un camión, compraríamos alquitrán, e incluso fabricaríamos nuestros propios badenes. Era en aquellos tiempos en que las carreteras de todos los barrios de España se llenaron de badenes, cada vez más altos, como si se desafiaran unos a otros. Mi amigo tenía hasta el nombre para la empresa, BADEN-BADEN, pero nunca llegó a cuajar.

Una noche a J.J. y a mí se nos ocurrió una idea genial para un restaurante. O mejor aún, para una cadena de restaurantes. Si el mundo estaba lleno de amantes de la oreja de cerdo - pensamos aquella madrugada - ¿por qué se desaprovechaban las orejas del resto de animales? El restaurante se llamaría "El Orejas", y serviríamos desde oreja de conejo, hasta oreja de jirafa, o canguro, aliñadas todas ellas con exóticas salsas. ¿Qué mejor para las horas de picoteo que una sabrosa ración de orejitas de hamster? ¿Y para una celebración familiar? ¿Qué tal una fuente de oreja de elefante para doce comensales? Las posibilidades era infinitas, igual que los cubatas que nos tomamos.

La última idea genial se me ocurrió anoche. Es sencilla. Consiste en adquirir una nave en la localidad riojana de Haro y dedicarse a la fabricación de pendientes. La marca se lanzaría a nivel nacional: "Pendientes de Haro". Con la particularidad de que todos serían pendientes de brillantes. No sé si lo pillan.

Un torero en la Gran Vía

05 octubre 2004


Sucedió, por lo visto, a principios de siglo. Un toro, al que trasladaban hacia la plaza de Vista Alegre, se escapó en plena Gran Vía. De pronto, de entre la multitud espantada, apareció un torero, ya retirado, conocido como "el Fortuna" y con un sable y una chaqueta como improvisado capote, toreó al toro en mitad de la Gran Vía, culminando la faena con una certera estocada.

La fotografía es la portada del último libro de Raúl Guerra Garrido, "La Gran Vía es New York", y refleja la autenticidad de la anécdota. Cuando lea el libro os daré más detalles.

Ver otros casos de toros sueltos por Madrid (Caminando por Madrid)