La célebre dietista y divulgadora norteamericana Linda Lamarque acaba de deslumbrar a la crítica con su documental Slow Food, todo un alegato contra los estereotipos alimentarios de nuestro tiempo. Recientemente premiado en el festival de Falldance, Slow Food profundiza en el universo de los “restaurantes de comida rápida”, aunque lo hace desde una nueva perspectiva. Partiendo de la misma premisa que anteriores trabajos – la existencia de una sociedad eminentemente marcada por la prisa – Lamarque es capaz, sin embargo, de ofrecernos unas personales e inesperadas conclusiones.
Durante las tres horas y media que dura la primera parte del documental (Slow), Lamarque demuestra cómo es posible sentarse a comer en un restaurante de Fast Food y dar cuenta de una comida en un tiempo medio de hora y treinta y cinco minutos. Asombroso – se dice el desconcertado espectador. Y sin embargo la protagonista no se toma ningún esfuerzo en alargar el tiempo; simplemente se sienta y disfruta de su comida.
El documental nos sitúa en este punto ante nuestra propia contradicción: ¿por qué denominamos Fast Food a un restaurante donde uno se puede tomar el tiempo que quiera para comer? ¿Acaso nos echan de allí con prisas? Lamarque se toma hora y media para paladear un menú estándar, sin incluir el café ni el tiempo de la sobremesa, y sin que nadie le diga nada. Pero su caso no tiene nada de especial; durante toda la primera parte vemos a gente que come sus patatas y bebe sus refrescos con absoluta tranquilidad, personas que se marchan del local cuando creen que han tenido suficiente.
Sobrecogido ante la evidencia, el espectador se adentra entonces en una frenética segunda parte del documental (Fast), en la que la protagonista nos ofrece un recorrido por los mejores restaurantes del mundo; los bistrós de los gourmets más fashion y los más sofisticados salones. Durante hora y media Lamarque deambula por restaurantes de alto postín y devora la comida en apenas unos minutos. Una mousse de aroma de perdiz y a la boca, un dedal de crema de lubina y a volar. Así durante decenas de angustiosas escenas. El momento culminante se desarrolla en el comedor de El Bulli, donde Lamarque engulle, ante los ojos de un atónito Ferrán Adriá, una espuma de azafrán, un suspiro de bambú, y cuatro pinchos de burbujas del océano, en un abrir y cerrar de ojos.
Minutos después, vemos a la protagonista salir desolada de un restaurante donde se ha dejado veinte de los grandes. Aún así la conclusión es esperanzadora: “Se sale con hambre”, suspira una demacrada Lamarque, “pero a tiempo de llegar a una buena pizzería”.